jueves, 24 de septiembre de 2009

La búsqueda III


Con una mínima presión de las piernas de Imoen, Uñitas cambió ligeramente de dirección y, tras varias horas de viaje, el olor a mar invadió sus fosas nasales. A mar…y a goblin. No le gustaban esas criaturas, pero si su amiga quería ir allí, él no dudaría en llevarla.

Las horas siguientes las pasó descansando a la sombra mientras saboreaba varias patas de zhevra fresca. Su amiga (nunca pensaba en ella como su ama) siempre lo trataba bien y lo primero que había hecho al llegar al poblado goblin fue buscar un lugar fresco para Uñitas y algo de comida decente y agua limpia. Después se había ido, no sin antes tranquilizarle asegurándole que volvería en un rato.

Uñitas estaba algo inquieto por varios motivos. En primer lugar, notaba el comportamiento nervioso de Imoen. Desde que la humana arisca había muerto y la simpática elfa se había ido, su amiga se comportaba de manera extraña, con bruscos cambios de humor y conversaciones con seres que él no alcanzaba a oler. Los viajes a horas tempestivas se habían multiplicado y había perdido la cuenta de las horas que habían pasado en los caminos. Aún así, nunca le faltó un cuenco con agua fresca y limpia y un buen filete de carne fresca, habitualmente de animales recién cazados por él o su amiga. Pero había algo más. Uñitas notaba algo en el ambiente. Algo que le erizaba el pelo del pescuezo mientras viajaban hacia el norte: Estaban llegando a tierra de elfos.

Uñitas recordó como, desde la primera vez que Imoen lo llevó a la ciudad de los elfos notó que, de alguna manera, una parte de su ser pertenecía allí. Tal vez fuera por los otros sables que habitaban la zona y que, como él, eran tratados más como amigos que como simples monturas. Los recuerdos inundaron por unos momentos la mente del sable, rememorando cómo los elfos quisieron apartarla de Imoen, aduciendo que no era digna de un sable y acusándola de haber robado a Uñitas. Su amiga le contó más tarde que tuvo que remover cielo y tierra para demostrar a los elfos que Uñitas y ella eran uña y carne desde pequeños. Recordó el llanto de Imoen, acariciándole mientras le narraba las humillaciones que tuvo que pasar por parte de los elfos; las miserables tareas que tuvo que hacer para ellos hasta que la consideraron lo suficientemente digna para cabalgar un dientes de sable. Y a pesar de ello, Uñitas seguía pensando con melancolía en esa tierra donde sus congéneres abundan. Y ahora estaban tan cerca...

Uñitas apartó de su mente esos pensamientos en el mismo instante en el que Imoen apareció hecha una furia y, disculpándose por no dejarlo descansar más tiempo, lo ensilló. Fuera lo que fuere lo que su amiga quisiera de ella, lo haría sin dudarlo un instante.