martes, 15 de diciembre de 2009

Asuntos Pendientes XXIV

Por Liessel

El río murmuraba en plata, metros por debajo. El aire frío de la noche empezó a acariciar las copas de los árboles y la incipiente oscuridad obligó a los forestales a encender los faroles. En algún lugar del bosque, un lobo llamó a la luna que asomaba por el horizonte. Y en el Refugio Pino Ámbar, en las Colinas Pardas, el anochecer trajo calma.

- Prométemelo.

Imoen suspiró y contempló, completamente dividida, la mano que estrechaba la suya. Por una parte, aquel contacto era cercano, honesto, amigable, un contacto insospechado, casi ansiado años atrás, cuando habían servido juntas en Inteligencia. Liessel había resultado entonces lejana, violentamente inaccesible. Había podido conocerla a través de su diario mucho después, desde la prudente distancia que da el tiempo, cuando tuvo la certeza que nunca le hubiera revelado todo aquello por ella misma. Había comprendido, al leer el diario de la espía, cuan parecidas eran en realidad, cuan humana era la mujer que se ocultaba tras los escudos. Cuan vulnerable…

Ahora aquella mujer le tomaba la mano y en aquel momento, mirándole las manos desnudas, se dio cuenta de que nada más podía ver de su piel. El rostro y las manos, sólo el rostro y las manos y tan fuerte como aquella repentina intimidad, sintió la urgencia por retirar la suya, el asco…

¡Jamás, jamás hubiera pensado que pudiera estar tan cerca de uno de ellos y no clavarle inmediatamente cinco pulgadas de acero en el corazón! Si es que tenían… Había visto con sus propios ojos el Apothecarium; había estudiado, junto con Lobo, las terribles Pestes que se cultivaban allí. Había visto las ardillas. Había escuchado la historia de Gregory Charles, la macabra narración de cómo recuperaron un cadáver de las costas de Feralas, de cómo, con ayuda de la brujería habían devuelto al cuerpo un fragmento de su alma, un alma tan torturada y enloquecida que en nada se distinguía de un geist o cualquier otra criatura de la peste. Había oído de los ingenieros y alquimistas que habían sido necesarios para devolver la cordura a aquella mente enloquecida, para devolverle el control sobre aquel cuerpo recompuesto, remendado, rígido por el frío de la muerte.
Una nueva peste, había anunciado Charles con orgullo, una peste refinada, completamente distinta a todas las anteriores.

Y ahora, el producto de aquella peste, aquel producto que sentía como había sentido cuando estaba viva, que recordaba todo lo que había vivido antes de aquella fatídica batalla, aquel producto que había intentado matarse al comprender en qué se había convertido, que apretaba los dientes con rabia, que sufría por la suerte de sus seres queridos, que lloraba de alegría, que ahora le sujetaba la mano y la miraba fijamente…

Aquel producto le pedía una promesa.

Respiró hondo, convocó para sí todo el poder que tenía el pasado, todo lo que sabía que yacía en la profundidad de aquella mujer, viva o muerta, y todo lo que tenía la esperanza de que siguiera siendo. Porque quería creer. Quería creer para no sentir que daba su palabra a un monstruo. Y en honor de lo que fue, y de lo que podría seguir siendo, habló.

- Lo prometo.