lunes, 15 de junio de 2009

La niebla de Azshara III


Debo encontrar la forma de ayudar a ese desgraciado ser, aunque sea lo último que haga…

Hace tres noches volví a adentrarme en el templo. Lo hice al atardecer, cuando aún había luz. Subí a lo más alto cargando con mi más preciada posesión en aquél momento: varias brazas de cuerda de una pulgada, ligera pero resistente. Con mi alocado plan en mente, utilicé a uno de los murloc que deambulaban por la zona. No me fue difícil dominar su débil mente y convencerlo para que me atara a una columna medio destrozada. Una vez llevada a cabo esta tarea, hice que saltara en silencio por un hueco de la pared hacia una muerte segura. Con suerte no lo echarían en falta en mucho tiempo. No me gusta la crueldad gratuita, pero en este caso era necesario.

La noche cayó y empecé a sentirme intranquila. Entonces lo noté. El aire empezó a tornarse turbio y, antes de darme cuenta, la vi. Allí estaba otra vez, con las alas flotando a su espalda. Entonces se paró a escasos metros de mí y comenzó a cantar.

No recuerdo gran cosa de lo que sucedió después. Las emociones llenaban mi mente y no me dejaban concentrarme en nada más. Cuando al fin pude tomar el control vi a la blanca dama otear el mar en silencio para luego girarse. Por un instante me pareció que me había visto. Por un momento que se me hizo eterno, creí vislumbrar alguna emoción en su perfecta faz. ¿Indiferencia? ¿Vacío? ¿Rechazo? ¿Lástima? Debo haberlo imaginado, porque la blanca dama retornó a dondequiera que habitase durante el día sin mostrar el más mínimo interés por mí. Y aún así….

Agotada, caí dormida sin poder evitarlo.

Desperté sobresaltada para ver cómo un murloc pinchaba tentativamente mis muslos con su lanza. Le hice pagar cara su osadía y una vez que, merced a mi control mental, me liberó de mis ataduras, siguió la misma suerte que su congénere de la tarde anterior. Sólo entonces me percaté de los moratones que recorrían mi cuerpo. Por la forma, tamaño y disposición, estaba claro que eran marcas de ataduras. Las cuerdas, aún cortadas, corroboraron mi teoría de que había tirado de ellas con todas mis fuerzas intentando liberarme, aunque no recordaba tal cosa. Asomándome a la grieta de la cúpula por la que habían caído los murloc, me estremecí pensando que de no ser por la cuerda es posible que yo hubiera corrido la misma suerte.

Salí del templo lo más sigilosamente que pude y me dirigí hacia el interior.